Él podía dominar mi cuarto a su antojo. Desde la orilla de mi cama alzó su cetro y ordenó al techo cubrirse de agua como una cúpula, y al océano inundar mis sábanas con sus aguas turbias.
Peces y criaturas marinas sin forma nadaban en mi cama. Mis pies se mojaban pese a mi esfuerzo por apartarme.
Afuera, a través de la ventana, se veía el ocaso cayendo en el particular momento en que la tarde carece de luz y la noche no refleja el brillo artificial.
Ante mis súplicas, él alzó su cetro otra vez y ordenó a las aguas detenerse y desaparecer. Cuando mi cuarto recuperó la sequedad, me ordenó marcharnos. Pero yo me negué, la inundación me había dejado cansada y sólo quise dormir en mi cama sin mar.