Estábamos en una especie de hacienda, arreglando cosas de la boda. Yo me metí en un pleito con dos de las invitadas que estaban en un jardín enorme. Entré corriendo a la casa por los pasillos para escapar de ellas.
Me seguía un hombre, en uno de los cuartos me alcanzó; traía una pistola y no dejaba de apuntarme. Yo estaba aterrada porque era insoportable la espera, la ansiedad de no saber en que momento iba a dispararme: el suspenso, una de las sensaciones que más odio.
Cubría mi cara con mis manos y le decía: «Por favor, ya, ya…» Y él me obligaba a verlo a los ojos. Yo no quería ver cuando finalmente apretara el gatillo y me matara a mí y a él. No quería ver el momento justo antes de sentir el dolor… y la muerte.
Finalmente escuché el disparo, sin verlo. Y luego otro. Yo sabía que estábamos muertos, pero como pude levantarme y caminar hacia nuestro asesino, pensé: «Quizá sigo viva, quizá…», pero entonces vi nuestros cuerpos tirados junto al elevador ensangrentados, y al asesino, de pie.