Desde el principio era ella,
en el silencio y la oscuridad,
en el aislamiento,
donde la vida germina
ajena al resto.
Y al principio, ella
absorbió de la tierra
lo que le proveía,
sin discriminar.
Y un día asomó
al aire,
a la caricia del sol,
a la energía.
Y por esfuerzo de vida
de la savia que corría,
arrojó una hojita
y luego dos.
Y su tallo era frágil y delgado.
Y había días de escampado
en que la arrasaba el calor,
la torturaba la sed.
Y sin la lluvia, su rocío
dejó de verter.
Y nada la protegía
del cambio de clima.
Una vez el sol se escondió
durante días.
La falta de luz la turbó,
el sonido del aire la alertó.
Y vino el viento
y arrancó sus dos hojitas.
Se sintió mutilada,
muerta, acabada.
Y su vida se adormeció.
Pero seguía siendo ella.
La fuerza de vida
volvió a generarse
en el mismo aislamiento
del que surgió.
Se recluyó
a juntar energías,
a reparar el daño.
Se refugió.
Pero el sol seguía llamando
y la lluvia esperando
cuando ella revivió.
Estiró su alma a la luz
y el agua la acarició.
Reverdecida y limpia,
emergió
renació,
revegetó.
Numerosas hojas
poblaron sus ramas
y se llenó de sol.
A veces aún temía
al calor despiadado,
a la sed de sequía,
al rocío ausente
y al viento de muerte.
Pero su tallo era fuerte,
sus hojas, cuantiosas,
su savia, un caudal.
Grande y hermosa,
pura y dichosa,
nada la volverá a dañar.
Y de su cima
surgió entonces
la flor infinita,
la que no tiene final.
de pétalos morados
que nunca mueren,
de pétalos amados
que siempre florecen,
de vida hecha
para la eternidad.
