Estaba en una playa, rodeada de gente. Todos los que estaban a mi alrededor me querían tanto que habían cercado el mar con un muro para evitar que me arrojara a él. Aun así, traspasé el obstáculo y vi que las aguas eran bajas como las de una alberca. Todo lo habían pensado para mí porque me conocían, me amaban y querían cuidarme.
También sabían de mis constantes colapsos. Sabían que caía y enmudecía por ratos y me aceptaban así. Podía sentirlo sin que me dijeran una palabra. Eso era el alivio puro.
Justo estaba así —casi de rodillas sobre el piso frío y sin poder levantarme—, cuando me percaté de que estaba en una sala de hospital. Las personas pasaban y me dejaban ser, sabían que tras un rato podría volver a caminar y estaría mejor.
Vi pasar a mi abuela junto a mí. Me levanté como pude y fui hacia ella. Lucía mucho más joven, tal vez con 20 años menos que la última vez que la vi. Tenía los párpados maquillados de color morado e iba muy arreglada.
—Abuela…
—Es tu abuelo —respondió a mi pregunta implícita—. Lo van a operar.
Atravesó una puerta doble con una ventana circular en cada hoja, y yo, tras ella.
Y entonces vi a mi abuelo. Nunca lo conocí, nací años después de su muerte, pero, por el milagro del sueño, estaba allí. Sentado en una silla de ruedas, esperaba a que lo llevaran al quirófano para una operación sencilla de algo en su cuello. No corría peligro.
Yo no daba crédito. Lo miré y repasaba en mi mente el recuerdo de la casi única fotografía que he visto de él. Lo miraba y trataba de comparar ambas imágenes para saber si era él.
—¡Eres tú! ¡Eres tú!
—Sí, soy yo.
—¡Eres tú! ¡Eres tú! —Y yo le besaba el rostro una y otra vez. Hacía pausas para mirarlo y repetía el proceso de exclamaciones y besos. Nunca pensé estar tan emocionada por él.
—Sí, soy yo —dijo ya exasperado—. Soy yo, soy yo. Pon atención, tengo que decirte algo muy importante: son buenas noticias (…), el 20 de noviembre.
Desperté. Sonreí. Faltan dos días…
🙂