Un sueño para variar.
Una fiesta. Mucho que celebrar: alegrías ajenas como propias; victorias.
Una alberca, y la gente que comienza a llegar. Yo, sumergida en el agua, bajo el sol, contenta y haciendo reclamos en juego al anfitrión. Luego, cientos de personas abarrotan el lugar, se hace de noche, mujeres semidesnudas bailan sobre las mesas, diversión, alcohol y lo mejor de todo, su rostro feliz… su risa feliz.
Luego, en el baño, una muchacha se acerca a mí. Me habla al oído y yo niego con la cabeza porque ya sé que va a decir. Y yo trato de decir no, yo no, ya no. Sin importarle nada, acerca su boca a la mía y mete su lengua. Y deja allí la sustancia.
—Tú puedes soportarla —me dice y se va.
Escupo en mi mano la pastilla y miro a mis amigas a través del espejo del baño. Como dos diablitos en mis hombros me dicen: anda. Y la trago. Y durante dos segundos miro como mis ojos cambian, como nacen sombras moradas debajo de ellos y en mi pecho, y percibo la sensación lejana que se apodera de mí.
Y entonces el autocontrol lo frena todo.
Y me detengo el viaje.
Y luego despierto.