La huida


Estábamos en medio de un camino desierto, sería mucho llamarlo carretera porque por ahí no parecían circular coches frecuentemente. En medio de la luz del día se veían vagones de tren abandonados aquí y allá.

Nosotros éramos un grupo de cinco o seis personas, claramente nómadas, que cruzábamos el país para llegar a algún punto. Sin pertenencias casi, con un par de mochilas que contenían agua, comida, cigarros. Qué difícil era conseguir un cigarro…

Un par de vehículos llegaron por el camino, se detuvieron junto a nosotros y quedamos atrapados en medio. Comenzaron los gritos y amenazas del grupo de delincuentes. Apuntaban sus armas largas (como dirían las noticias) hacia nosotros.

Pensé que eso era todo: nos matarían o con peor suerte nos llevarían con ellos a un destino horrible. Yo había escuchado estas historias…

Pero entonces comenzaron a pelear entre ellos y aprovechamos la discusión para escapar corriendo con todas nuestras fuerzas.

Los siguiente que recuerdo fue que estábamos en una casa muy grande. Una de esas mansiones que solían ser destruidas para convertirlas en decenas de pequeños departamentos. Pero esta se había salvado, sin embargo había quedado muy lejos el tiempo en el que pertenecía a un sólo dueño, a una ama y señora de su casa. Ahora había gente por todos lados, era el refugio de todos los que, como nosotros, estábamos viajando (¿huyendo?) de algo.

Mmm… Estábamos huyendo del país. Pero ¿por qué?, ¿hacia dónde?

Recorrí las habitaciones de paredes blancas en busca de un baño, todo estaba sucio y revuelto por todos lados. Al salir, conseguí que alguien me diera la mitad de un cigarro.

Ellos estaban planeando nuestra siguiente etapa de viaje.

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Estábamos en un salón reunidos, era una especie de espacio abierto, parcialmente techado. Había mucha gente y cada una debía llenar en una computadora registros sobre sí mismo. Yo tardaba años completando párrafos y párrafos en Word.

Cuando llegó el momento, nos llamaron a todos y nos pidieron las hojas, yo acababa de guardarlas en una mochila, las busqué, pero no pude hallarlas como me ocurre siempre, así que las mandé imprimir de nuevo, apurada.

Al salir de la reunión, un amigo me contaba casi llorando sobre lo difícil que le resultaba la escuela y los exámenes y yo trataba de alentarlo. Pensé en lo afortunado que era al poder ir a una escuela.

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Estábamos caminando en Nueva York. Entramos a una iglesia que encontramos a un lado del camino, parecía sencilla desde fuera, pero al entrar la encontramos majestuosa.

El techo era muy alto, las paredes blancas y decoradas con cuadros de Jesús y de los Santos, no había bancas de madera, sino sillones tapizados de terciopelo rojo. Una alfombra conducía al altar. Avancé para recibir la comunión: en lugar de la pequeña hostia que yo había recibido toda mi vida, me entregaron un envoltorio de plástico. Vi que los demás llevaban hostias del tamaño de un pan, y mi bolsa contenía una cruz… de jamón serrano…. ja ja ja. Pensé: con razón aquí en Estados Unidos los vagabundos no mueren de hambre.

Mar rojo oscuro


Así que me enteré que ella había decidido tirarse al mar, pero no para morir sino para vivir allá dentro.

Miré hacia al mar, era una inmensidad de olas furiosas color rojo oscuro y negro, color sangre. Era de noche.

Fuimos a buscarla todos, a tratar de encontrarla encaramados en estructuras de metal que llegaban mar adentro sobre la superficie. Sólo olas y olas con reflejos rojos y negros.

Perdí mis anillos de compromiso y de matrimonio en el agua… Pensé que no iba a hallarlos, pero aparecieron en una cajita transparente, flotando.

Regresamos a tierra. Entré a una casa con paredes blancas, en un baño enorme me quité el empapado traje de baño, dejando charcos a mi alrededor. De pronto, a mi espalda un voz dijo: «Ella te manda saludos».

Era una niña, sentada en las alturas de un conjunto de estantes blancos que abarcaban toda la inmensa pared blanca. Los estantes estaban repletos de muñecos de peluche de todos los colores.

Peiné con la mirada las repisas porque sabía que allí escondida debía estar mi amiga. Descansando tranquila en un lugar cálido y seco y no en las profundidades del mar nocturno.

No pude encontrarla, pero sabía que allí estaba. Sobre todo, entendí que ella no quería vernos, quería estar escondida allí porque su dolor era tan grande que no quería que tuviéramos que mirarlo o compartirlo. Lo entendí y sin embargo, me enojé: no podía hacernos eso, no podía escapar así, dejándonos creer que había muerto o desaparecido.

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El mar seguía allí y se aclaró cuando amaneció. Regresé de él y la encontré a ella sentada en una banca blanca, fuera de un conjunto de tiendas, gente por todos lados.

Yo seguía enojada, pero más aun, desconcertada. La miré desde lejos, sentada en esa banca, tan frágil pero tan querida.

No quise decirle nada, sólo la observé, recelosa. Tenía miedo de que me abandonara de nuevo. Ella me miró en silencio con sus ojos oscuros doloridos y algo apenados. Caminé hacia el extremo de la calle de las tiendas, dándole la espalda a su mirada.

Cuando doble la esquina encontré de nuevo la playa. Yo traía mis lentes oscuros que reflejaban el sol del ocaso, amarillo casi blanco, perdiéndose en el horizonte del mar. Estaba muy oscuro y me quité los lentes. Sólo sus reflejos y la afilada luz del sol iluminaban la playa llena de gente, sentada en las orillas sobre la arena; gente callada, inmóvil, mirándome fijamente y con curiosidad mientras yo pasaba. Sentí nerviosismo mientras atravesaba la playa oscura y a la vez iluminada, intimidante.

Flash calle


Manejaba en una avenida grande. Me bajaba del coche tras un accidente o en medio de un mar de coches parados.
Caminando, buscaba una calle o algo, pedía direcciones a las personas que pasaban.
Era la hora del atardecer y me sentía sola.
En medio de una apurada jornada y supuestamente pensando en HP y el conflicto con su CEO, veo de nuevo esa calle. ¿Por qué me pasa esto?, ¿por qué vienen estos flashes cuando menos me lo espero?