Sigue el relato ‘La Máquina’ en el marco del Twitter Fiction Festival en @crissanta.com
Aquí, un resumen de los tuits del segundo día en #twitterfiction:
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A medida que iba cayendo la tarde, ella apresuraba el paso. El piso mojado iba quedando atrás bajo sus botas toscas, sus ojos oscuros miraban atentos el camino.
Cruzamos nuestros caminos justo debajo del puente que atraviesa la gran avenida, nos miramos a los ojos un solo segundo y fue suficiente: inmediatamente la quise para mí.
Sé que su nombre era Eliza, aunque nunca me lo dijo. Todavía niña, había atado su cabello chino con una cinta amarilla; todavía virgen, dejaba al descubierto sus piernas delgadas bajo la breve falda.
Iba sola, pero no mostraba miedo. Me miró fijamente a los ojos y siguió su camino, creyendo que estaba a salvo de todo peligro, pero no era así. Me creyó uno de todos aquellos hombres que recorren la ciudad: obreros a su trabajo, padres en busca de sus hijos; me creyó uno de esos que acarician groseramente con la vista, el cuerpo de una mujer que pasa, le lanzan un “piropo” entre dientes y luego se marchan sin hacer nada.
Y para no mentir, acepto que yo soy casi siempre como aquellos hombres. Yo vivo también en esta ciudad sucia y peligrosa. Sí, yo también camino hacía mi trabajo mal pagado y voy de prisa a buscar a mis hijos a la escuela; y sí, también veo fijamente a las muchachas guapas y suelo soltar a su paso algún halago obsceno. Pero esta vez mantuve para Eliza mi boca cerrada, porque esa tarde no estaba dispuesto a ser uno de todos, uno más de los que pasan. No iba a conformarme con sólo mirarla.
A lo lejos, en el cielo, se distinguía la nube gris. Cuando intercambiamos miradas, me pareció distinta a las otras. Ella, aunque más joven, no bajó la vista, incómoda; ni tuvo en su rostro algún gesto de repulsión hacia mí. Parecía mayor a sus años. Empecé a seguirla por las calles frías.
Había dado comienzo la silenciosa persecución. Ella no lo supo al principio, así que siguió con su caminata, apresurada pero despreocupada. Cuando al fin notó la figura del hombre que le seguía los pasos desde hacía cinco cuadras, volteó con insistencia hacia atrás para convencerse. Pasábamos entonces por una de las calles más ruidosas de la ciudad, llena de escaparates, tiendas y luces.
Hubiera resultado fácil para Eliza el perderse entre la gente, de no haber sido porque yo no tenía ojos más que para ella. En una esquina, un hombre harapiento echaba fuego por la boca, Eliza pasó sin mirarlo, apresurando el paso bajo la luz roja del semáforo.
No quise alcanzarla: desde lejos disfrutaba mejor el movimiento de su falda, que descubría sus piernas al caminar. Por fin, empezó a llover, las gotas mojaron su cabellera negra y su blusa delgada. El sol menguaba gradualmente y los autos encendían ya sus luces.
Al parecer, mi esposa tendría que esperar un rato más para verme llegar a casa. El recorrido por la ciudad me resultaba tan excitante porque frente a mí tenía una preciosa atracción, mejor que los niños que hacen malabares en el alto, mejor que cualquier espectáculo citadino, aún mejor que la mejor prostituta: frente a mí tenía a Eliza, bellísima, temblando de angustia.
Finalmente, corrió al divisar ya cerca la estación del metro. Casi no tocaban sus botas el pavimento. Entró deprisa por los torniquetes, corrió escaleras abajo, pero, cuando quiso entrar al vagón, todas las puertas estaban cerradas.
Apenas alcanzó a escuchar el silbido que anunciaba la partida del tren y en seguida, la hilera de vagones color naranja echó a correr y se perdió en la oscuridad de un túnel. Cuando Eliza miró hacia atrás, sólo quedábamos ella y yo, de pie sobre el andén.
No volveremos a hablar. Yo lo decidí y él me acusará de arbitraria. Por mi bien no debo volver a verle, pero al final, Dios decidirá. Había, como siempre, tanto por decir, pero nos negamos. Y yo me complazco dolorosamente en imaginar aquel encuentro que rehusé:
Mañana de sábado, él habría llegado antes de la hora acordada, y yo le habría encontrado cerca de la puerta de vidrio, mirando hacia fuera, esperándome con ansias y con rabia. Yo entonces habría llegado, llego, por detrás suyo y él no me habría visto, él no me ve. No me atrevo a llamarle porque ¿cómo lo haría? ¿Con qué nombre? ¿Con su nombre de pila el cual jamás pronuncié sin extrañeza o con el apodo cariñoso con el que lo nombré en los tiempos de nuestro amor? Ninguno, cualquiera sonaría falso después del odio.
Decide voltear en ese momento, ahorrándome así la palabra forzosamente equivocada. No hay sonrisa, nunca volverá a nuestros labios. Solamente hay, para mí, un breve gesto de saludo.
Él viste pantalones oscuros y algo entallados, y una playera sin mangas que yo sé que ha elegido con el fin de impresionarme, por última vez, con su cuerpo moldeado y musculoso. En realidad, me repugna ahora. Se ha dejado crecer el cabello y resulta extraño sin anteojos. No puedo decidir cómo lo prefiero, este aspecto nuevo sólo acentúa mi impresión de él como un extraño. Ojala lo fuera. Nunca entendí por qué tuvimos que conocernos.
Me aterroriza tener que besarle en la mejilla, el simple roce de su piel contra la mía es algo que no podré soportar. <<Hola>> <<Hola>> Por fin el temido beso, la cercanía me provoca una oleada de coraje y miedo. Me digo <<No odies, no>> y respiro profundamente.
Salimos del lugar, me abre la puerta con su jodida caballerosidad habitual y camina detrás de mí. No más a mi lado, con mi brazo rodeando su cintura, mi mano enganchada a la bolsa de su pantalón. No más.
Separados, y él siguiéndome como el verdugo sigue a la víctima. Dios sabe que los papeles deberían ser al revés, pero Él me ha hecho perdonarle aquellos tiempos en que él fue para mí el verdugo más cruel. En consecuencia, no voy a victimarle como hubiera querido antes, para saciar mi odio, odio de antes. No más. <<No odies, respira>>
Doblar a la izquierda al terminar la cuadra, cruzamos la calle y llegamos a aquel rincón denominado para siempre como «nuestro lugar»: un par de escalones en el portal de un pequeño edificio de oficinas. Por fin se acerca, se queda de pie frente a mí. Me siento en un escalón, después de sacudir con la mano el polvo acumulado. <<Pintaron este lugar de blanco>> dice él o digo yo, no hay mayor diferencia, es el único comentario neutral que podemos hacernos. <<Sí… me gustaba más antes>> <<A mí también>>
Entonces me ofrece un cigarro, Camel, por supuesto. Lo acepto y me lo enciende con un vil encendedor amarillo. (Llega súbitamente a mi memoria el recuerdo de aquella vez que arrojó furioso su costoso zippo negro a mitad de la calle, sin embargo no logro recordar el porqué. Sé casi intuitivamente que la causa de su enojo era yo, como en tantas otras ocasiones.)
Le pido que se siente junto a mí. Orgulloso, mueve la cabeza negativamente <<¿Cómo vamos a hablar así?>> le pregunto. <<¿Hablar, hablar de qué?>> Su tono irónico me avisa que ha comenzado la última batalla, la que ambos perderemos, como perdimos siempre. Hay casi ira en su voz, me asusta. Hay un nudo en mi garganta, hago un esfuerzo más. <<Paciencia, paciencia, no odies, no…>> Interrumpe mi pensamiento gritando: <<¿Vienes a decirme que quieres perdonarme? No necesito tú perdón, aquí los dos somos víctimas y victimarios, ¿entiendes?>>
Decido que no puedo más. No tolero un encuentro con él, ni siquiera el recuerdo futuro de su misma invención. No volveremos a hablar, por mi bien y para no volverle a odiar.
Me había quedado dormida. Al abrir los ojos veo que ha amanecido por completo. Miro el reloj: marca las 10:10 a.m. Me siento sobre la dura cama, aún adormilada.
De súbito, recupero la consciencia y el pensamiento terrible me atraviesa como un cuchillo: hoy van a ejecutarme. La muerte me espera a las 11 de la mañana.
Siento un estremecimiento de miedo por todo el cuerpo, como si un peso terrible comprimiera todos mis órganos por dentro. Trato de dominarme, la carcelera me está mirando. Me pongo de pie y me acerco a ella, noto que las piernas me tiemblan.
A medida que me acerco trata de esbozar una sonrisa y muestra sus dientes sucios y cariados, su uniforme envuelve sus carnes deformes y sus brazos regordetes que me tienden una mano a través de las rejas.
Tomo su mano, cariñosamente, y ella abre la boca para decirme algo. Pero, en ese momento se oye un ruido de pasos en el pasillo, ambas volteamos, sobresaltadas, y vemos llegar al director del reclusorio. Pienso que ha llegado la hora. El corazón me late desbocado, el estómago se vuelve un negro vacío y las manos se empapan de sudor.
El director me mira seriamente desde su imponente altura, un gesto cruel le desfigura los labios. Sufro en espera de sus palabras:
Su ejecución está programada para las 11 de la mañana, ahora sólo vengo a preguntarle si tiene algún último deseo.
Quiero bañarme – respondo sin titubear y yo misma me sorprendo por la rapidez de mi respuesta.
Quiero estar limpia cuando me llegue la hora de morir. Me llevan a la zona de regaderas. El lugar está vacío. Las demás presas están en sus celdas. Me siento aliviada, por un segundo, del espantoso miedo a la muerte, por el hecho de estar sola o casi sola.
Mi carcelera me acompaña, pero estoy acostumbrada a su presencia. Me quito el odioso uniforme azul marino que he vestido durante años, me desnudo completamente sin falsos pudores. Abro la llave del agua caliente sin esperanza alguna, en este lugar no he conocido más que baños helados.
Me llevo una grata sorpresa – pienso amargamente que seguramente será la última – al sentir el calor envolviéndome el cuerpo y el vapor llenando el aire de la habitación. Miro a mi carcelera.
Siempre me ha gustado el agua. – le confieso. Y ella sonríe tristemente.
Un jabón corriente es lo único de lo que dispongo para limpiar mi cuerpo, lo deslizo sobre toda mi piel una y otra vez, deseando que el baño no termine nunca. Experimento una sensación de paz, todo desaparece: desaparece mi carcelera, desaparecen los muros de la prisión e imagino que estoy en mi propia casa, tomando un baño como cualquier persona, sin miedo a morir, sin miedo a ser ejecutada.
Cierro la llave del agua, tomo una de las muchas toallas que cuelgan en las paredes. Seco mi cuerpo lentamente, sabiendo que es la última vez que veré mi piel desnuda.
Me dispongo a ponerme de nuevo el sucio uniforme azul marino, cuando entonces la carcelera me tiende unas ropas color naranja: el uniforme para la ejecución. Me quedo sin aire por un momento, el miedo a la muerte se convierte ahora en terror. Llorando quedo, me pongo el nuevo uniforme.
De regreso en mi celda, encuentro a mi madre esperándome. Llora amargamente, sin embargo, cuando me ve entrar, trata de contenerse para proporcionarme algo de calma. Se lo agradezco interiormente.
Se sienta junto a mí en la cama y pasa un brazo sobre mis hombros. Ahora que ella está aquí siento que no podré resistir más. Mi carcelera corre la cerradura y nos mira un momento con los ojos húmedos, luego se aleja algunos pasos.
Mi madre empieza a hablarme de Dios en un tono consolador.
Mientras ella habla, miro las paredes de mi pequeña celda, grises, cuarteadas. El foco en el centro del techo está apagado, la luz del día entra a través de la ventana tupida de barrotes que da hacia el patio de la prisión.
De repente mi vista se topa con algo querido: la figura de la Virgen de Guadalupe. Me mira desde en el rincón más oscuro de la habitación, colgada en una de las paredes sucias. El discurso de mi madre me habla de Ella.
Siento que mi respiración se calma, y por un momento cierro mis ojos sin miedo.
Mi madre mi abraza y me dice que todo va a estar bien. Entonces, escucho de nuevo pasos en el pasillo, esta vez los reconozco claramente. El sobresalto me hace saltar de la cama y acercarme a la reja.
Mi madre me había tranquilizado, pero ahora no puedo evitar el temblor en mis manos y mis rodillas, y la terrible sensación del pánico. El director se planta frente a la celda y dice con voz grave y profunda:
Es hora. – Y dirigiéndose a mi madre – Por favor, señora.
Mi madre estalla en sollozos, yo la abrazo y le digo que la quiero, que todo va a estar bien.
La carcelera abre la cerradura, la reja de metal rechina, su sonido se asemeja a un lamento. Mi madre y yo seguimos abrazadas, siento que si la suelto me partiré en dos.
Finalmente, mi madre es arrastrada afuera por un vigilante. La miro desparecer entre los pasillos, gruesas lágrimas me corren por las mejillas, tiendo mis manos hacia ella.
Todo pasa demasiado rápido. Me es imposible conservar las fuerzas, siento que en cualquier momento caeré al suelo. Mi carcelera me pone una mano en el hombro y me veo sujetada por un par de hombres fornidos que no sé de donde salieron o a que hora aparecieron.
Me hacen entrar a una habitación circular. El sol entra a través de numerosos ventanales, por un momento la luz me ciega. En el centro está de pie un hombre delgado vestido de traje.
Miro a mi alrededor, sintiéndome extraña, el paroxismo de mi miedo me ha llevado a sentirme un poco ajena a mi situación. Me siento totalmente confundida. El hombre trajeado pronuncia mi nombre. Un par de brazos me empujan hacia el centro del cuarto. Después de algunos pasos quedó frente a él y lo miro a los ojos.
Tiene una expresión seria, pero siento que de un momento a otro soltará una carcajada. Lo miro con curiosidad.
Siento mi corazón latir fuertemente contra mi pecho, pienso que moriré antes de que me maten. Pienso que quizás ya estoy muerta.
El hombre me extiende una hoja y pronuncia unas palabras que no alcanzo a comprender. ¿Dijo “libertad”? No, no entiendo. Intento leer la hoja de papel que me ha entregado, pero las palabras danzan en la hoja siguiendo el temblor incontrolable de mis manos. ¿Qué dice? ¿”Indulto”? La emoción no me deja respirar, no me deja ver, no me deja… Caigo al suelo.