Estado de emergencia


Era mi cumpleaños y todos me festejaban. Estábamos sentados en una mesa de jardín blanca y redonda, en medio de una tarde oscura que amenazaba tormenta.

Alguien trajo un pastel, y en ese momento, cayó sobre nosotros una lluvia de serpentinas brillantes y metálicas. Todo era azul, azul en mi tono favorito. Soplé las velas mientras pedía un deseo.

Una chica que estaba sentada a la mesa parecía fastidiada por estar ahí. Los demás estaban alegres y bebían.

No quería apartarme de esa visión porque era muy reconfortante. Sin embargo, llegó un momento en que no pude ignorar más las señales de peligro que venían del cielo oscurecido.

De repente, nos encontrábamos todos dentro de un edificio. Había habido una explosión afuera, un estallido muy poderoso y estábamos rodeados de fuego.

Tratamos de salir pero la policía había sellado las puertas. Estábamos en un estado de emergencia y no podíamos salir, no iban a permitirlo.

Subimos y bajamos a través de las escaleras metálicas de emergencia, buscando una forma de salir.

Varios hombres comenzaron a agruparse y a tratar de establecer un control sobre los demás. Algunos tenían rifles. Por un momento, quisimos hacerles frente, pero nos superaban.

Surgieron otros grupos de poder y nosotros también conformamos uno. Cuando un policía pregunto que quién estaba a cargo, encontró que casi todas las manos estaban alzadas.

Me di cuenta de que tendríamos que pasar horas y quizás días encerrados en aquel lugar. Propuse buscar comida y ropa para abrigarnos. Yo estaba muy incómoda con lo que traía puesto.

Una prima mía se ofreció a acompañarme  buscar ropa. Antes de irme con ella, sentí la necesidad de avisarle a la persona que parecía ser la más importante en mi mundo, quien es prácticamente mi hermano. Él me pidió que fuera con cuidado.

Ella y yo corrimos por el pasillo conscientes de que íbamos a encontrar muchos peligros.

Nos atravesamos con un grupo de hombres que saqueaban el hotel. Supimos que nos harían daño, pero teníamos que ir.

Cuando llegó el elevador, subí a él, pero me sorprendí cuando vi que su interior medía apenas un metro por un metro.

Sentí claustrofobia y sali, bajo la mirada de los hombres. Le dije a ella que saliera pero se rehúso.

Decidí bajar siete pisos por las escaleras. Corrí hacia bajo y abrí una puerta que me condujo a una gran sala llena de gente pasando leyendo, mirando películas, jugando cartas.

Al saltar entre las mesas, derribé los naipes de un hombre, dos veces de hecho. El me persiguió pero yo logre subir al elevador y cerré las puertas aprisa.

Se cerraron, dejándolo afuera, pero temí que estuviera allí cuando las puertas abrieran.

Comencé a pensar en que no quería soñar eso y me desperté, dispuesta a olvidar la pesadilla.

Un ‘rave’, mi hija y la muerte del mago


En una gran explanada llena de gente, él y yo teníamos que llegar a algún lado. Vimos pasar a tres jóvenes muy particulares, vestidos con rastas y ropa extremadamente grande.  Bailaban al caminar. Él quiso seguirlos porque sabía que se dirigían a un rave de los mejores.

Pero yo recordé que estábamos ahí para asistir a la escuela. Las clases se impartían al aire libre, bajo carpas.

Había faltado tantas veces a la clase de estadística que ni siquiera recordaba si ya estaba reprobada. Dejé mi bolsa en un lugar vacío junto a mis compañeras y les dije que regresaría antes de que iniciara la clase. Por supuesto nunca lo hice.

Fui a buscarlo. Él se había reunido con un grupo de gente que bailaba afuera de un extremo de la gran plaza. Allí, detrás de una puerta, se llevaría a cabo el gran rave.

Lo vi entrar y lo seguí hacia adentro. Me sorprendió encontrarme dentro de una iglesia. Era enorme y subterránea, y su humedad de caverna enfriaba todas las cosas. Mis ojos no alcanzaban a abarcar todo el interior. Sólo veía bancas de madera y veladoras encendidas. Escuchaba cánticos cargados de eco.

Un hombre que estaba de pie junto a mí me habló en susurros: «Tienes que caminar hacia el fondo y doblar a la izquierda para llegar. Una vez ahí…». Lo interrumpí diciéndole que yo no iba a esa fiesta. Que yo sólo iba a buscar a alguien.

Me dejó pasar y caminé por un pasillo techado, hacia donde pensaba que él se había dirigido.

Al final del corredor, me encontré en un espacio abierto, limitado por árboles en sus orillas. Al centro había un lago, brillando tenuemente bajo la luz nublada de la tarde. Y al fondo del lago había una estatua vieja de bronce, enclavada entre la hierba y árboles que lo rodeaban.

lago estatua hija raveMe acerqué lentamente, caminando sobre una plataforma de madera que daba al centro del lago. Todo era mágico, encantado. Flotaba una sensación de soledad y una paz que era tan consoladora que me perturbaba. No podía ser real.

De repente, él apareció junto a mí. Me dijo que había querido enseñarme esto desde hace años.

Me contó que ésta era una fuente encantada. Según la leyenda del lugar, el príncipe y su doncella se amaban, pero por algún encantamiento quedaron separados. Él fue hechizado y convertido en estatua y destinado a permanecer allí durante toda la eternidad hasta que ella volviera a buscarlo.

Miré más atentamente la estatua. Representaba a un hombre fornido y guapo, vestido con mallas, jubón, y sobre los hombros, una capa. Su rostro había quedado petrificado en una mueca sutil de sufrimiento, y sus cabellos, inmóviles en el momento en que algunos le caían sobre la frente.

De pronto, sentí un movimiento en la orilla del lago junto a donde yo estaba. Me puse en cuclillas y me acerqué más y, en medio de las aguas estancadas y mohosas, vi surgir una figura desde el fondo: una mujer.

Retrocedí asustada. Vi su cuerpo mojado, sus cabellos empapados y su rostro desfigurado por la desesperación.

La estatua comenzó a moverse desde el fondo, como si alguien hubiera accionado algún interruptor, y avanzó hacia la mujer del agua.

Esto no era posible, me dije. Los vi encontrarse en el centro del lago y abrazarse. Luego no pude ver nada.

Caí sentada sobre la plataforma de madera y volteé una vez más hacia el agua. Ya no había estatua, ni príncipe ni doncella, pero vi salir a otra figura más del lago.

Ésta era más chica, y ágilmente subió al borde, caminó por la plataforma de madera y se abalanzó sobre mí.

Era una niña pequeña y me abrazaba. Me abrazaba con todas sus fuerzas. Me desprendí de ella un segundo, sin entender. Vi su cara sonriente, su piel blanca y tersa, y su cabello negro y corto que me recordaba al de él.

Entonces comprendí: Era mi hija. Me lo repetí una y otra vez en el éxtasis de la alegría y la confusión. Mi hija. ¿Qué habíamos hecho? ¿Cuando había sucedido esto? ¿Dónde había estado ella durante los cinco años que aparentaba tener?

Nadie contestó a mis preguntas y me di cuenta de que en realidad no me importaba saber las respuestas. Sólo estaba feliz de tener a mi hija entre mis brazos.

Él se agacho junto a mí y nos abrazó a las dos.

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Estaba en una ciudad grande y llena de gente: una mezcla entre Disneylandia y San Francisco. Todo era amarillo y lleno de sol.

Caminaba por las largas calles llenas de puestos y tiendas hacia el lugar donde nos reuníamos todos, donde vivíamos todos. Éramos todos amigos y éramos muchos, decenas quizás, repartidos en varias casas y vecindades cercanas. Éramos todos familia.

Llegué a una de nuestras casas. Dejé mi bolsa sobre la mesa del comedor y me senté a platicar con las chicas mientras veíamos hacia la calle a través de los enormes ventanales abiertos.

Todas las casas eran así, abiertas. Puertas abiertas, ventanas abiertas, apenas había paredes. El techo era la única ventaja de tenerlas.

Decían que había llegado un mago a la ciudad, un ilusionista. Que se iba a presentar en el muelle al atardecer.

De inmediato quise verlo, siempre me han fascinado los trucos y las ilusiones que dejan a mi mente absorta.

Me dirigí hacia allá y los demás dijeron que me alcanzarían luego. Caminé por el muelle, un espacio muy largo de agua, flanqueado por dos extremos de concreto a cada lado. Al fondo, había un enorme muro lleno de vegetación que era la frontera de la ciudad.

Caminé por el extremo derecho del muelle, esquivando a las personas que estaban sentadas en el suelo, en grupos, observando el acto.

Me paré lo más cerca que pude del muro que estaba al fondo.El mago estaba ahí, vestido de negro. Estaba haciendo un acto de escapismo. Lo vi sumergirse en un tanque lleno de agua. Lo vi tratar de salir de él, tirando de cadenas y nudos sin éxito. Las ramas y enredaderas del muro enmarcaban su desesperación.

Después de unos minutos de intentos infructuosos, los organizadores rápidamente nos pidieron que nos marcháramos, y bloquearon nuestra vista con mamparas. Yo crucé y regresé por el lado izquierdo del muelle, quería llegar a contarles todo a los demás.

Ya sobre la calle, me encontré con un amigo que era policía. Le pregunté qué había pasado con el mago, si él creía que sobreviviría. «Ya está muerto», dijo. Y se fue a colaborar en el suceso que estremecía a aquel pueblo pequeño.

Yo seguí caminando hacia mis casas, o al menos eso pensé, porque de repente me di cuenta de que volaba. De la manera habitual. Estaba recostada paralelamente al pavimento, moviendo los brazos como remos para impulsarme. Simplemente flotando encima de la calle.

Avanzaba con dificultad, los obstáculos como árboles y jardineras me estrobaban. Además, sabía que no estaba tan concentrada como para poder dominar mi vuelo. Cada movimiento requería mi máxima concentración. Y en ocasiones, mi cara rozaba el suelo.

Por fin me reuní con ellos. Hablamos del mago, hablamos de la fiesta del día siguiente, la que reuniría a toda la familia. Y yo me marcharía al día siguiente, en avión.

Iría al aeropuerto a hacer un fila y a enrentarme contra las personas del resto del mundo que no comprendían a nuestra ciudad.

Persecución y escondite (otra vez)


Estábamos en un viejo anfiteatro, rodeados de una veintena de personas. Todo parecía ir bien. Pero entonces ellos dijeron que eran hombres lobo, y que bastaba ver su cabello rojo encendido y sus adornos verdes para comprobarlo.

Yo no pensé que nos atacarían, pero él me tomó de la mano y me obligó a correr.

Corrimos fuera del anfiteatro y nos encontramos dentro de un estadio. Iba a dirigirme hacia la salida, donde había guardias y quizá una posibilidad mayor de huir, pero él subió por las gradas y yo lo seguí.

Subimos hasta llegar a los palcos. Abrí la puerta de uno y entré. Nos separamos.

Abrí puertas tras puertas, subí escaleras y más escaleras. Corría, en pánico, a través de baños, a través de cuartos. Hasta que llegué a una serie de departamentos.

Entré a un departamento, silenciosamente. Las paredes eran de madera y el sol iluminaba todo. Abrí puertas y clósets, en busca de un lugar donde ocultarme. Robé un vestido verde para poder cambiarme de ropa y no ser reconocida. Oí los pasos de la dueña de la casa y tuve que salir.

Iba a subir por una escalera, pero escuché pasos que bajaban. Me quedé petrificada. Una chica bajó, me miró y dijo: «Te están buscando en el piso de arriba».

Volví sobre mis pasos y corrí hacia al otro lado del pasillo, completamente asustada y abrí la primera puerta. Resultó ser una especie de oficina, con una hilera de baños a un costado. Estaba dispuesta a meterme en un bote de basura de ser necesario, con tal de que no me encontraran, pero no cabía en ninguno.

Vi un gran clóset, de pared y pared y de piso a techo. Subí, con trabajo, a la parte más alta y me hice espacio, quitando muñecas y ropa. Otras dos chicas estaban allí, también escondiéndose.

Traté de cubrirme con las mismas ropas para que los perseguidores no me vieran si es que abrían las puertas.

Cerré la puerta corrediza frente a nosotras y jalé con todas mis fuerzas de la puerta pequeña del lado derecho, que se seguía abriendo.

Rezaba con todas mis fuerzas para que no me encontraran, que no me encontraran por favor…

Sombrero de espinas


Estaba caminando por una calle oscura. Lloraba mi propia muerte. Recuerdo con claridad que estaba devastada, por la muerte de alguien, y ese alguien era yo misma.

Al final de ese callejón, encontré lo que buscaba: un ‘sombrero de espinas’, entretejido con tallos secos de rosas.

Debía colocarlo en mi cabeza.

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Estábamos todos discutiendo.

No recuerdo bien el motivo, simplemente recuerdo que yo le dije a alguno de los dos: ‘¡Ya no digas más eso!’

Entonces tomé una silla de madera, y golpeé al hombre varias veces en la cabeza. La silla simplemente se rompió. En realidad, nadie salió herido.

Trepé a una parte superior de la habitación. Como una barra de concreto que estaba casi rozando el techo de la cocina. Era algo que solía hacer antes de ir a la escuela, para tomar mi lunch o algo así.

Cuando miré hacia abajo vi a un prima que había regresado, que había logrado dejar al hombre que la maltrataba. Bajé corriendo y la abracé con todas mis fuerzas.

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La escuela. Llegaba tarde a una clase y atravesaba el enorme campus corriendo a toda velocidad.

Subí por un elevador y entré a una sala de cómputo para imprimir un trabajo. Un chico guapo me explicó un par de cosas sobre la impresora.

Corrí hacia el salón, sin saber muy bien en qué parte del laberíntico edificio estaba. Vi a una vieja amiga y supe que el salón estaba allí. Me animaron a entrar, pese a que ya habían pasado 45 minutos de clase.

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Otra vez la escuela. Varios compañeros huyeron de la clase de aquella maestra estricta. Logre sentarme junto a aquel niño. Me hacía reír mientras sacaba los cuadernos de mi papelera.

El resto de los alumnos boicoteamos la clase. Todos dijimos que debíamos salir por algo fuera del salón. Salimos corriendo justo a tiempo para que la maestra no nos viera.

Ojos color lila


Dos imposibles:

Mi tía Vicky estaba viva. Ella, mi mamá, mi abuela y otra tía estaban en la Guay, iban a ir a un paseo o algo así. Todas vestían pants grises, como si fuera un uniforme.

Mi tía Vicky tenía el cabello blanco y lo llevaba corto. Había envejecido, sin embargo, seguía fuerte y hermosa. Estaba sentada en una banca, esperando con las demás a que mi mamá terminara de arreglarse.

Mientras tanto, otro imposible sucedía. Me habían mandado a reportear. Yo estaba trabajando en Expansión y debía ir a una convención a averiguar si sí o no iban a hacer no sé qué.

Debía llegar a las 7 de la mañana del día siguiente, y mandar como mínimo dos notas, supuse. Pensé en enviarlas ya escritas, en lugar de llamar para que alguien tomara dictado.

Isabel no había ido a trabajar, ni ese día ni el anterior  (quizá estaría enferma). Así que tuve que buscar sola un sitio para comer.

El comedor parecía en realidad una fiesta, la gente estaba platicando en grupo. Me senté junto a un amigo y platicamos un poco.

Caminé de regreso a dónde mis tías y mi abuela esperaban a mi mamá. Me senté junto a mi tía Vicky y le pedí disculpas por no estar ahí más tiempo, le dije que estaba nerviosa por el asunto del trabajo.

Sentadas en la banca, la tomé del brazo y recargué mi cabeza en su hombro.

Le dije: «Te quiero tía, te he extrañado». Porque yo creía que ella había estado viviendo en Tijuana todos estos años y por eso no la había visto.

Me dijo que estaba bien, que no me preocupara. Y yo seguí mirando detenidamente su aspecto mayor, su cabello corto y completamente blanco, sus mejillas más llenas, las pocas arrugas en su cara…

Desperté.

Recordé mi sueño, preocupada por lo del reporteo, y me di cuenta con alivio de que eso no podía ser cierto. Y entonces, me di cuenta que lo de mi tía tampoco podía ser cierto.

Y aunque jamás me sucede (jamás), regresé al mismo sueño cuando me volví a dormir.

Allí estaba la banca, mi tía Vicky, mi abuela, mi otra tía y mi mamá que se arreglaba para salir.

Me senté al lado de mi tía Vicky y me incliné hacia ella: Era más joven, su cabello no era blanco, su cara era delgada y hermosa.

Me miraba sonriendo. Supe que ella también había entendido que yo había despertado de mi sueño y que la estaba viendo ahora del modo verdadero. Del modo en que nunca envejeció.

Intrigada, acerqué mi rostro a su rostro y le miré los ojos. Noté que sus ojos tenían un aro color lila y otro café en el iris. Le dije: «Tus ojos son como color morado, con un aro color lila y otro café».

Y ella dijo sonriendo: » Y los tuyos tienen un aro verde y otro café».

En una sola noche


En casa de alguien más, una amiga. Iba a quedarme a dormir un par de días para ayudarla.

Me señaló un cuarto y me dijo: “Puedes quedarte ahí”. Me indicó dónde estaba el baño y entré.

Había ratas por todos lados. Grandes, grises. Y además, unos animales extraños corrían y volaban por doquier. Eran como grandes peces, de cuerpos blancos y viscosos, con ojos redondos y sin párpados, pero con una mancha verde en la cabeza, y peor, con alas.

Me asusté. Llamé a mi amiga, espantada y escandalizada. Ella sólo le restó importancia: “Sí, no te preocupes, allí están todo el tiempo”. Sin su ayuda, traté de matar a las ratas y a los peces voladores con el mango de un recogedor de metal. Les daba justo en la cabeza, pero no morían.

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Cuando salí al patio, ya estaban buscándome. Me llamaban a gritos para decirme que el ensayo de la boda de mi amiga estaba a punto de comenzar.

Bajé vestida como estaba, volando a través de las ventanas y de los árboles del jardín. Luego, subí volando a la azotea.

Me di cuenta de que no llevaba mi vaporoso vestido de dama. Así que saqué mi varita y le di varias vueltas a mi alrededor, mientras murmuraba un conjuro. Y el vestido apareció alrededor de mí, ante la mirada sorprendida de las demás personas en el ensayo.

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Me estaba bañando, para alistarme para la boda, creo, en un baño que era una mezcla de los de antiguas casas que conocí. Había una tortuga en la jabonera, viva. Había tostadas en la repisa de la esponja.

Se abrió la puerta y me di cuenta que varios muchachos me observaban, riendo. No me importó tanto. Alguien cerró la puerta.

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Paloma estaba allí, como la recuerdo de niñas, sólo que sin el hilito. Su cabello castaño y su fleco crespo. Hablaba acerca de sus creencias, a mí me sonaba un poco a un culto. Por un momento, tuve la impresión de que habíamos crecido juntas.

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Una carrera con carritos de supermercado. Mi primo y yo rodábamos cuesta abajo en las rampas del gran edificio, muertos de la risa.

Quise regresar y volver al pasillo por donde había entrado. No encontré la manera. Los lugares, frecuentemente, son laberintos para mí, y sobre todo en los sueños.

Sólo encontré habitaciones oscuras con paredes rojas, de las que varias manos salían entre los barrotes de las ventanas. Prisiones. Una mujer me dijo que no podría volver a donde había estado antes. No tuve más remedio que irme.

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Me despedí de mis papás y les prometí que conseguiría a alguien que me llevara sana y salva a casa.

Tomé un camino conocido, mientras le llamaba a él por teléfono. Dijo que sí, que por supuesto me acompañaría.

Sentados en el viejo camión blanco, me contaba sonriendo una historia, mientras la luz de la tarde todavía brillaba intensa.

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Despertar en una casa que por un momento me pareció totalmente desconocida en la oscuridad. Con una tonada en mi cabeza:

When every is dancing

I don’t want to

When everybody is toying

I don’t want to

When everybody is laughing

I don’t want to

Everybody but me

When everybody is drinking

I don’t want to

When everybody is using

I don’t need more

When everybody is floating

I don’t want to

Everybody but me

Prisioneros



Estábamos prisioneros, mi familia, mi esposo y yo. Era una especie de campo de concentración moderno, lleno de pandillas, pero al fin y al cabo, con bancas de madera en las que debíamos dormir.

Mis padres, mi hermano y yo logramos escabullirnos por un rato ante un descuido del guardia. Con el cambio que traía conmigo, logré comprar dos cigarros. Pensé que me servirían de algo.

Fuimos a una tienda de abarrotes y robamos algunas cosas. Me llevé varias frutas pequeñas en los bolsillos de mi ropa, para mi esposo. Pensé que necesitaríamos comer algo de fruta para no morir de inanición ahí dentro. No sabía cuánto tiempo estaríamos encerrados allí.

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Estaba en un baño público, en una especie de plaza comercial o una escuela. Alguien entró al pequeño cuarto sin tocar a la puerta. Pensé que había sido un error y le dije que no se preocupara, pero la mujer empujó la puerta contra mí, una, dos veces. La dejé entrar por fin y ella comenzó a golpearme.

Furiosa, comencé a pegarle en la cara a puñetazo limpio, una y otra y otra vez. Era tan aliviador sacar mi ira.

Bajamos corriendo las escaleras eléctricas, ella tratando de zafarse de mí y yo intentando golpearla más. Un hombre más alto y más fuerte que yo me cerró el paso en la escalera para detener mis golpes sobre la desconocida.